Por primera vez fui a la AMIA, hace 18 años me enteraba en
mi primer trabajo de que habían puesto una bomba en ese lugar que yo no sabía
ni que era, ni para que servía, ni que existía. Cuando cumplí mi horario a las
12 del mediodía, me fui rápido para mi casa, me acuerdo que me sorprendió el
silencio que había en las calles de Campana, me genero más ansiedad ¿Dónde estaban
todos? Imagine que debían estar conectados a la televisión o a las radios (internet
todavía no había llegado a Argentina). Me tome el colectivo, el chofer tenía la
radio prendida y contaban lo que estaba pasando, no había nadie en el micro. Me
baje y me fui casi corriendo a mi casa, entre, estaba la tele prendida, mire
todos los canales que pude, las imágenes me invadían, me tomaban, me llenaban
de angustia, no lo podía creer, concebir, imaginar, eran más fuertes y
poderosas que cualquier producto de la imaginación.
Y hace unos días, fui a un acto de Memoria Activa, de la
cual no sabía que existía, ni para que servía, ni que hacían. Llegamos con Luis
un rato antes de las 18hs, mire el lugar en donde estaba el edificio, recordé
las imágenes de la destrucción, y algunos rostros de esos días, y también vi
que ese lugar ya no tenía nada de aquel día, salvo algunos carteles negros que
con letras blancas contenía los nombres de las víctimas fatales, pero si ese
cartel no estuviera serian muy pocos los que sabríamos que ahí hubo mucho dolor
hace 18 años. Me sentía tranquila, observé lo más que pude, intente absorber
todo lo que veía sin juzgar, mire para arriba al edificio nuevo, los edificios
vecinos, los edificios de enfrente, recordé el jardín que estaba cerca y la
foto de un nene que murió ahí, ese día. Mire a la gente, me pregunte quienes serían
familiares de las víctimas fatales, intente saberlo por la expresión de sus
rostros, mire a los periodistas…
Y el acto empezó. Tres personas fueron convocadas a
compartir con nosotros sus sentimientos, opiniones y experiencias.
Pero antes de eso, se dijeron los nombres de las víctimas
fatales. Después de cada nombre, la gente decía: Presente. No había mucha
fuerza en quienes lo decían, el Presente era casi sin fuerzas, débil. Yo no
pude decirlo, ni bien comencé a escuchar los nombres sentí mucha angustia,
algunos me eran conocidos, el señor Chemanuel que estuvo no me acuerdo cuanto
tiempo esperando a que lo rescataran y mi emoción cuando lo vi salir levantando
la mano. Una mujer, Yanina Naum, ese apellido siempre llamo mi atención,
siempre pensé en su madre.
Me pregunte qué hacer con mi dolor, y me dije
–dejalo que te atraviese, déjalo que salga
Y empecé a llorar, o mejor dicho deje que mis lágrimas
corran libres, las sentí, frías y liberadoras, ahora pienso y me doy cuenta que hacia un rato que
estaba llorando, pero sin lágrimas. Pienso también, que tal vez nos pasaba lo
mismo a todos los que estábamos ahí reunidos, y que ese dolor contenido,
reprimido y guardado explicaba la poca fuerza del Presente que debía seguir a
cada nombre.
El primero que hablo en el palco fue un periodista, quien hizo
un discurso muy intelectual de lo que paso y de los 18 años y de la democracia
como única vía para crecer como pueblo. Admito que no escuche mucho lo que
dijo, no me intereso mucho, además
empezó a llegar mucha más gente, estábamos un poco apretados y ya se respiraba
la tristeza en conjunto, entre todos.
Después subió un hombre, un poeta uruguayo que después me
entere que estuvo cautivo en un pozo durante muchos años por la dictadura de
ese país. El me hizo enojar. Cuando me di cuenta de hacia dónde iban sus
palabras, me quise ir, sentí que no pertenecía a ese lugar, que ese no es mi
espacio de posibilidades vitales.
El hablo del Holocausto y de Treblinka, trajo historias muy
tristes de personas a quienes había conocido y habían sobrevivido a campos de
concentración, justifico sus palabras en
una frase: de ahí venimos.
Me dio la sensación de que vivía en el dolor eternamente, de
un dolor nunca superado, nunca trabajado, un dolor por el dolor, un dolor sin
aprendizaje, sin sabiduría. Un dolor del que él tiene derecho de hacer lo que
su conciencia le permita, pero no tiene derecho de cargarme a mí, ni a ninguno
de los que estábamos reunidos con ese dolor, con esa mochila, con esa angustia
eterna y perpetua.
Por fin y como un bálsamo para mi corazón, subió una señora.
Sus palabras eran firmes y fuertes aun cuando por momentos su voz se quebró.
Intente verla pero no pude, mire el visor de la cámara de fotos de una chica
japonesa que estaba a mi lado, pero no la distinguí bien. No importo.
Me concentre en
escuchar quien era esa mujer. Hablo de la causa judicial, de los encubridores (muchos
de la propia AMIA y la comunidad judía que están cuidando sus negocios y
obviamente el presidente argentino en aquel momento y sus amigotes), hablo del
juicio oral por encubrimiento que se acerca.
Y un poco más atrás de las palabras, en el antes, en el
quien, vi, sentí y admire a una mujer que se construyó desde el dolor. Vi su
fortaleza armada a fuerza de lágrimas no guardadas, su valor y aceptación
forjados en la desesperación, su vida recortada y su continuidad. Me pregunte ¿cómo
será su sonrisa?
Estas tres personas, me hablaron de su dolor y de la forma
en que lo llevan, de cómo lo esconden, de cómo lo viven eternamente y sin
descanso y de cómo construyen a partir de él haciéndose fuertes y sabios. Me
gusta identificarme con la señora. Sin embardo, conozco en mí al periodista que
intelectualiza para no sufrir, al hijo de sobrevivientes que se lamenta
eternamente y sin descanso y a una mujer que construye ante los desafíos que
nos propone la existencia.