viernes, 20 de julio de 2012

AMIA, 18 años y tres caminos para el dolor


Por primera vez fui a la AMIA, hace 18 años me enteraba en mi primer trabajo de que habían puesto una bomba en ese lugar que yo no sabía ni que era, ni para que servía, ni que existía. Cuando cumplí mi horario a las 12 del mediodía, me fui rápido para mi casa, me acuerdo que me sorprendió el silencio que había en las calles de Campana, me genero más ansiedad ¿Dónde estaban todos? Imagine que debían estar conectados a la televisión o a las radios (internet todavía no había llegado a Argentina). Me tome el colectivo, el chofer tenía la radio prendida y contaban lo que estaba pasando, no había nadie en el micro. Me baje y me fui casi corriendo a mi casa, entre, estaba la tele prendida, mire todos los canales que pude, las imágenes me invadían, me tomaban, me llenaban de angustia, no lo podía creer, concebir, imaginar, eran más fuertes y poderosas que cualquier producto de la imaginación.
Y hace unos días, fui a un acto de Memoria Activa, de la cual no sabía que existía, ni para que servía, ni que hacían. Llegamos con Luis un rato antes de las 18hs, mire el lugar en donde estaba el edificio, recordé las imágenes de la destrucción, y algunos rostros de esos días, y también vi que ese lugar ya no tenía nada de aquel día, salvo algunos carteles negros que con letras blancas contenía los nombres de las víctimas fatales, pero si ese cartel no estuviera serian muy pocos los que sabríamos que ahí hubo mucho dolor hace 18 años. Me sentía tranquila, observé lo más que pude, intente absorber todo lo que veía sin juzgar, mire para arriba al edificio nuevo, los edificios vecinos, los edificios de enfrente, recordé el jardín que estaba cerca y la foto de un nene que murió ahí, ese día. Mire a la gente, me pregunte quienes serían familiares de las víctimas fatales, intente saberlo por la expresión de sus rostros, mire a los periodistas…
Y el acto empezó. Tres personas fueron convocadas a compartir con nosotros sus sentimientos, opiniones y experiencias.
Pero antes de eso, se dijeron los nombres de las víctimas fatales. Después de cada nombre, la gente decía: Presente. No había mucha fuerza en quienes lo decían, el Presente era casi sin fuerzas, débil. Yo no pude decirlo, ni bien comencé a escuchar los nombres sentí mucha angustia, algunos me eran conocidos, el señor Chemanuel que estuvo no me acuerdo cuanto tiempo esperando a que lo rescataran y mi emoción cuando lo vi salir levantando la mano. Una mujer, Yanina Naum, ese apellido siempre llamo mi atención, siempre pensé en su madre.
Me pregunte qué hacer con mi dolor, y me dije
–dejalo que te atraviese, déjalo que salga
Y empecé a llorar, o mejor dicho deje que mis lágrimas corran libres, las sentí, frías y liberadoras, ahora  pienso y me doy cuenta que hacia un rato que estaba llorando, pero sin lágrimas. Pienso también, que tal vez nos pasaba lo mismo a todos los que estábamos ahí reunidos, y que ese dolor contenido, reprimido y guardado explicaba la poca fuerza del Presente que debía seguir a cada nombre.
El primero que hablo en el palco fue un periodista, quien hizo un discurso muy intelectual de lo que paso y de los 18 años y de la democracia como única vía para crecer como pueblo. Admito que no escuche mucho lo que dijo, no me intereso mucho,  además empezó a llegar mucha más gente, estábamos un poco apretados y ya se respiraba la tristeza en conjunto, entre todos.
Después subió un hombre, un poeta uruguayo que después me entere que estuvo cautivo en un pozo durante muchos años por la dictadura de ese país. El me hizo enojar. Cuando me di cuenta de hacia dónde iban sus palabras, me quise ir, sentí que no pertenecía a ese lugar, que ese no es mi espacio de posibilidades vitales.
El hablo del Holocausto y de Treblinka, trajo historias muy tristes de personas a quienes había conocido y habían sobrevivido a campos de concentración,  justifico sus palabras en una frase: de ahí venimos.
Me dio la sensación de que vivía en el dolor eternamente, de un dolor nunca superado, nunca trabajado, un dolor por el dolor, un dolor sin aprendizaje, sin sabiduría. Un dolor del que él tiene derecho de hacer lo que su conciencia le permita, pero no tiene derecho de cargarme a mí, ni a ninguno de los que estábamos reunidos con ese dolor, con esa mochila, con esa angustia eterna y perpetua.
Por fin y como un bálsamo para mi corazón, subió una señora. Sus palabras eran firmes y fuertes aun cuando por momentos su voz se quebró. Intente verla pero no pude, mire el visor de la cámara de fotos de una chica japonesa que estaba a mi lado, pero no la distinguí bien. No importo.
 Me concentre en escuchar quien era esa mujer. Hablo de la causa judicial, de los encubridores (muchos de la propia AMIA y la comunidad judía que están cuidando sus negocios y obviamente el presidente argentino en aquel momento y sus amigotes), hablo del juicio oral por encubrimiento que se acerca.
Y un poco más atrás de las palabras, en el antes, en el quien, vi, sentí y admire a una mujer que se construyó desde el dolor. Vi su fortaleza armada a fuerza de lágrimas no guardadas, su valor y aceptación forjados en la desesperación, su vida recortada y su continuidad. Me pregunte ¿cómo será su sonrisa?
Estas tres personas, me hablaron de su dolor y de la forma en que lo llevan, de cómo lo esconden, de cómo lo viven eternamente y sin descanso y de cómo construyen a partir de él haciéndose fuertes y sabios. Me gusta identificarme con la señora. Sin embardo, conozco en mí al periodista que intelectualiza para no sufrir, al hijo de sobrevivientes que se lamenta eternamente y sin descanso y a una mujer que construye ante los desafíos que nos propone la existencia.

domingo, 30 de octubre de 2011

La Divinidad en la Gratitud - Leonard Cohen


Este es el discurso de un hombre que no conozco, al que nunca había visto antes, no escuche su música, no leí sus poemas, no sabia de su existencia y no creo que esta situación cambie. Sin embargo, hoy leí su discurso en el recibimiento del Príncipe de Asturias y sentí la belleza de sus palabras. Esta es la magia de las palabras, un hombre al que no conozco y muy probablemente no conoceré nunca me conmueve con su discurso, me seduce con la bella manifestación de sus sentimientos, me conecta con lo divino y me permite sentir la, casi obligación, de reproducir su discurso para que otros accedan por unos minutos a esta experiencia.

Este es el discurso de Agradecimiento de Leonard Cohen al recibir el premio Príncipe de Asturias 2011 a las Letras. Espero que quien lea este extracto sea inmediatamente atrapado por su encanto y sencillez.

Anoche me quedé en vela, pensando qué podía decir aquí, en esta asamblea de distinguidas personas. Y después de comerme todas las chocolatinas, todos los cacahuetes del minibar, garabateé unas pocas palabras. No creo que tenga que hacer referencia a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por ser reconocido por la Fundación. Pero he venido aquí esta noche para expresar otra dimensión de mi gratitud; creo que puedo hacerlo en tres o cuatro minutos y voy a intentarlo.
Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles, tenía cierta sensación de inquietud porque siempre he sentido cierta ambigüedad sobre un premio a la poesía. La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo. Es decir, si supiera de dónde vienen las buenas canciones, me iría allí más a menudo.
Mientras hacía el equipaje, cogí mi guitarra. Tengo una guitarra Conde que está hecha en el gran taller de la calle Gravina, 7, en España. Es un instrumento que adquirí hace más de 40 años. La saqué de la caja, la alcé, y era como si estuviera llena de helio, era muy ligera. Y me la acerqué a la cara, miré de cerca el rosetón, tan bellamente diseñado, y aspiré la fragancia de la madera viva. Ya saben que la madera nunca llega a morir. Y olí la fragancia del cedro, tan fresco como si fuera el primer día, cuando la compré. Y una voz parecía decirme: “Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a la tierra de donde surgió esta fragancia”. Así que vengo hoy, aquí, esta noche, a agradecer a la tierra y al alma de este pueblo que me ha dado tanto. Porque sé que un hombre no es un carnet de identidad y un país no es solo la calificación de su deuda.
Ustedes saben de mi profunda conexión y confraternización con el poeta Federico García Lorca. Puedo decir que cuando era joven, un adolescente, y buscaba una voz en mí, estudié a los poetas ingleses y conocí bien su obra y copié sus estilos, pero no encontraba mi voz. Solamente cuando leí, aunque traducidas, las obras de Federico García Lorca, comprendí que tenía una voz. No es que haya copiado su voz, yo no me atrevería a hacer eso. Pero me dio permiso para encontrar una voz, para ubicar una voz, es decir, para ubicar el yo, un yo que no está del todo terminado, que lucha por su propia existencia. Y conforme me iba haciendo mayor comprendí que con esa voz venían enseñanzas. ¿Qué enseñanzas eran esas? Nunca lamentarnos gratuitamente. Y si uno quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza.
Y entonces ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla, no tenía una canción.
Y ahora voy a contarles muy brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.
Porque era un guitarrista mediocre, aporreaba la guitarra, solo sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, mis colegas, bebiendo y cantando canciones, pero en mil años nunca me vi a mí mismo como músico o como cantante.
Pero un día, a principios de los 60, estaba de visita en casa de mi madre en Montreal. Su casa está junto a un parque y en el parque hay una pista de tenis y allí va mucha gente a ver a los jóvenes tenistas disfrutar de su deporte. Fui a ese parque, que conocía de mi infancia, y había un joven tocando la guitarra. Tocaba una guitarra flamenca y estaba rodeado de dos o tres chicas y chicos que le escuchaban. Y me encantó cómo tocaba. Había algo en su manera de tocar que me cautivó. Yo quería tocar así y sabía que nunca sería capaz.
Así que me senté allí un rato con los que le escuchaban y cuando se hizo un silencio, un silencio apropiado, le pregunté si me daría clases de guitarra. Era un joven de España, y solo podíamos entendernos en un poquito de francés, él no hablaba inglés. Y accedió a darme clases de guitarra. Le señalé la casa de mi madre, que se veía desde las pistas de tenis, quedamos y establecimos el precio de las clases.
Vino a casa de mi madre al día siguiente y dijo: “Déjame oírte tocar algo”. Yo intenté tocar algo, y él dijo: “No tienes ni idea de cómo tocar, ¿verdad?”. Yo le dije: “No, la verdad es que no sé tocar”. “En primer lugar déjame que afine la guitarra, porque está desafinada”, dijo él. Cogió la guitarra y la afinó. Y dijo: “No es una mala guitarra”. No era la Conde, pero no era una guitarra mala. Me la devolvió y dijo: “Toca ahora”. No pude tocar mejor, la verdad.
Me dijo: “Deja que te enseñe algunos acordes”. Y cogió la guitarra y produjo un sonido con aquella guitarra que yo jamás había oído. Y tocó una secuencia de acordes en trémolo, y dijo: “Ahora hazlo tú”. Yo respondí: “No hay duda alguna de que no sé hacerlo”. Y él dijo: “Déjame que ponga tus dedos en los trastes”, y lo hizo “y ahora toca”, volvió a decir. Fue un desastre. “Volveré mañana”, me dijo.
Volvió al día siguiente, me puso las manos en la guitarra, la colocó en mi regazo, de manera adecuada, y empecé otra vez con esos seis acordes –una progresión de seis acordes en la que se basan muchas canciones flamencas–. Lo hice un poco mejor ese día. Al tercer día la cosa, de alguna, manera mejoró. Yo ya sabía los acordes. Y sabía que aunque no podía coordinar los dedos para producir el trémolo correcto, conocía los acordes, los sabía muy, muy bien.
Al día siguiente no vino, él no vino. Yo tenía el número de la pensión en la que se hospedaba en Montreal. Llamé por teléfono para ver por qué no había venido a la cita y me dijeron que se había quitado la vida, que se había suicidado.
Yo no sabía nada de aquel hombre. No sabía de qué parte de España procedía. Desconocía porqué había venido a Montreal, porqué se quedó allí. No sabía porqué estaba en aquella pista de tenis. No tenía ni idea de porqué se había quitado la vida. Estaba muy triste, evidentemente.
Pero ahora desvelo algo que nunca había contado en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido de la guitarra han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música. Y ahora podrán comenzar a entender las dimensiones de mi gratitud a este país.
Todo lo que han encontrado de bueno en mi trabajo, en mi obra, viene de este lugar. Todo lo que ustedes han encontrado de bueno en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta tierra.
Y, por tanto, les agradezco enormemente esta cálida hospitalidad que han mostrado a mi obra, porque es realmente suya, y ustedes me han permitido añadir mi firma al final de la página.
Muchas gracias, señoras y señores.

domingo, 15 de agosto de 2010

Cruzar el río



Deng Xiu esta preocupado, la inundación del Yangsé lo sorprendió en la carpintería. No alcanzo a cerrarla y a penas pudo subir algunas maquinas a una altura mas segura, lo hizo rápidamente y sin mucha atención, su cabeza esta en su esposa y sus dos hijas pequeñas, si el río llego hasta este lugar de la ciudad, no tardara en llegar hasta su casa, pero debe confiar en la inteligencia y el instinto de su esposa para salvarse y salvar a sus hijas, las maquinas de la carpintería les dan de comer todos los días y el no puede permitirse no pensar en el futuro de sus hijas, aun en estas circunstancias, la inundación pasara y el río volverá a su lugar pero sus hijas aun serán pequeñas para valerse por si mismas.
Terminado su desesperado intento de salvar algunos de sus bienes, se prepara para caminar a través del río desbordado, tira sus pantalones, su camisa, sus zapatos y su identificación en un bolso que se cuelga al cuello y le cae sobre la espalda sin tocar el agua. Decidido y con el miedo encima toma su moto -otra de sus herramientas de trabajo- y comienza a atravesar la primera esquina con el agua hasta la cintura, hace un gran esfuerzo solo para avanzar unos metros, todo su cuerpo toma parte en esta batalla, sus delgadas y fibrosas piernas abren paso debajo del agua, todo su torso y sus brazos están abocados a empujar la motocicleta que agrega lentitud a la marcha con sus ciento diez kilos de peso, el esfuerzo es tal que el cansancio y el dolor muscular no tardan en llegar. Si bien Deng Xiu esta todavía mas cerca de la carpintería que de su casa y considera la opción de regresar, inmediatamente piensa en sus hijas y su esposa y sigue, mas por impulso e instinto que por elección.
Todo su cuerpo esta puesto en función de seguir, es automático no hay que pensar en los movimientos, tal vez deba hacerlo cuando hay que elegir un camino para andar, o decidir cuando es bueno descansar un brazo y esforzar mas el otro, pero todo es mecánico y sostenido por su instinto de supervivencia, su cuerpo esta en tensión contrastante aun cuando se detiene a tomar aire. En su cabeza que parece apartada de todo ese esfuerzo y separada del cuerpo hay otra tensión develada en su mirada pequeña acompañada por sus enormes cejas levantadas, su boca semiabierta por donde entra el aire que hoy no parece alcanzar, su pelo despeinado; tal vez este pensando en su familia, en si podrá volver a verla.
En su largo camino Deng tiene tiempo para enojarse con las autoridades por no avisarles a él y a sus vecinos que esto podía pasar. Si lo hubiese sabido, hoy no habría salido de su casa, o lo hubiera hecho pero con la idea de preparar su carpintería para esta situación, tal vez se podría haber despedido de su familia y preparado para no verlos por unos días, hubiera almacenado comida y agua, le hubiera podido comprar un teléfono celular a su esposa para estar comunicados, hubiera podido pensar alternativas y tendría ahora mas oportunidades. La sensación de perdida que siente ahora mientras cruza el río con su moto no hubiera sido tal desesperante. Se enoja con los políticos del partido y con el gobierno, seguramente ellos no tendrán que correr cargando con sus bienes porque alguien lo hará por ellos y aunque perdieran todo, tienen el dinero y los contactos para recuperarlos rápidamente. Una ola formada por un bote de rescate con algunos evacuados lo sorprende en estos pensamientos. Deng mira el bote buscando alguna cara conocida pero no reconoce a nadie. Se olvida de sus pensamientos anteriores y se concentra nuevamente en dirigir la moto y sus piernas por el río desbordado en lo que antes era una exitosa calle comercial.
La visión del equipo de rescate le da un nuevo impulso a su marcha, se olvida de sus pensamientos, enojos y resentimientos, su fuerza se renueva, está decidido a llegar a su casa, después pensara que hacer y como, ahora tiene que confiar en encontrar a su familia a salvo.